miércoles, 16 de febrero de 2011

CRONOLOGÍA DE LA SOBREVIVENCIA HACIA RUPAK



Durmiendo en medio del camino
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 Quién iba pensar que la idea viajera de dos jóvenes casi les cuesta su vida. Sin comida, no hay fuerzas, sin luz no hay camino. La esperanza, la ayuda mutua, y una sonrisa hicieron el milagro.

La idea nació, ¿qué hacemos para despedir el año, amor? El futuro no lo conocemos, más el temor y los pocos recursos no impidieron una gran salida. La opción: un pequeño poblado preincaico, llamado RUPAC, allá en las alturas de la provincia de Huaral.

“Hace, frío, no hay agua, se tiene que llegar a un poblado llamado “La Florida”, se camina 3 horas hacia otro poblado: “Las Pampas”, se coge el último sorbo de agua, se camina 3 horas más y llegas a disfrutar de la majestuosidad de nuestros antepasados”, leímos en los blogs sobre RUPAK.

Eran las 11 de la mañana, de un caluroso 29 de diciembre. Mi compañero no dejó que ni una fruta comprara, ni corta ni perezosa, un fósforo y una bolsa de pan escabullí en mi mochila.

Unos hombres, otras mujeres de la provincia, panetones, él y yo, tomamos unos autos: llamados “Los Atavillos”, y emprendimos una experiencia que jamás olvidaremos.

Luego de atravesar largas carreteras, llenas de polvo, y subir cerros, entre húmedos y secos, llegamos a “La Florida”. Eran las 3 de la tarde, pagamos 12 soles cada uno, cogimos nuestras dos mochilas, bolsas de dormir y la carpa, las amarramos al cuerpo, preguntamos por dónde y empezamos a subir.

Hacía frío, lo recuerdo, una pequeña garúa nos acompañaba. Mujeres con mantas, hombres con radios, casacas y animales bajaban, los notábamos sorprendidos y admirados de que dos extraños llegaran por esos lares. Nos animaban y saludaban muy amablemente.

El camino era divertido, subir y subir, con pequeñas curvas, muchas plantas, aire frío y fresco, suelo mojado, algunos animalillos, y una adorable neblina, que en ese momento, jugaba a las escondidas con nosotros.

Entre descanso y descanso, llegamos al poblado “fantasma”, como lo llamaríamos más adelante, a las 5:30  de la tarde, No había nadie, solo pájaros y algunos burros. Más la neblina, la lluvia, las casas de adobe y calamina, los candados cerrados, las calles vacías, hacían de “Las Pampas” una vista misteriosa  y tenebrosa.

Se supone que tenían que acampar, más la fuerza y el desconocimiento, hicieron que estos dos muchachos continuaran su camino, sin saber cuánto tiempo más faltaba para llegar, y peor aún, cuanto faltaba para que la oscuridad de la noche los consuma.

Pasamos unos sembríos, unas telas rojas nos asustaron, los pajaritos cantaban, tropezamos con charcos, por falta de costumbre. Cruzamos dos hermosas cascadas, grandes piedras, las fotos respectivas, ¡por favor!, un poco de comida, y a continuar.

El temor empezó a apoderarse de mi, se oscurecía no se veía el fin del camino, miraba a ambos lados, buscando una alternativa para acampar, el camino era angosto, no había nadie… ¡Nadie más!

“Detente”, le decía, “recuerda que no tenemos linterna y no hay luna”. “¡Sigue!”, insistía.

5 para la 7 de la noche. Me dijo: “aquí”, ¿aquí? pregunté sorprendida. Su voz firme no me convenció, retrocedí para buscar otro mejor lugar, regresé y asentí.

No sé si de memoria, o impulsada por buscar un refugio, en menos de 1 minuto armamos la carpa y nos metimos en ella.

No sabía si iba a poder dormir… no sabía nada…solo que no teníamos salida. No sé si me asustaba estar solos él y yo, o si había entes por allí.

Alumbrados solo por la luz tenue de su celular, nos cambiamos la ropa húmeda, nos abrigamos, sacamos el champagne, pedimos permiso al cerro, le rezamos, comimos uno de los dos atunes, un poco de cereal, el champagne, nos abrazamos e intentamos dormir.

Cada dos horas abría los ojos, no era el frío, sino el temor. Soñaba, que venían y pedían permiso para pasar.

Te preguntarás dónde estábamos. Yo también.

Por fin, eran las 4 de la mañana. “Ya levantémonos”, le decía, “no es temprano”, respondía. Bien, eran las 5, “¿ahora si?”, insistía, “descansa”, enfatizaba. Eran las 6,“ya, yo me levanto”, balbuceaba, “esta bien, tranquila”, me calmaba.

No lo podía, creer, era maravilloso, la vista era genial, entré para apresurarlo, y al volver a salir el paisaje había cambiado: la neblina había subido. Estábamos en medio del camino, en un espacio un poco más extenso, a las justas entraba la carpa. Un barranco delante de nosotros y el pueblo a lo lejos. Quién pensaría que esto no sería lo peor.

Empezamos el nuevo camino, con más ganas, un poco de comida y las manzanitas de la salvación: un pequeño fruto silvestre, semejante a una manzana pero en miniatura y un poco ácida. “Dios provee”, me decía.

Caminamos cerca a dos horas, y cansados llegamos al lugar añorado. Es hermoso, una ruinas bien conservadas, fotos por aquí, videos por allá, travesuras por acullá, competencias, juegos, una llamada teléfonica, los últimos atunes para el estómago, más cereal con agua, y a las 12 en punto, a bajar.

El camino de bajada era fácil, pensamos. Nos perdimos, pues hay otro camino para…: otras ruinas. Llegamos al “Las pampas” a las 2.30. De regreso, nunca vimos el lugar donde dormimos.

Para llegar  a “La Florida” ¿Carretera o camino?, era la pregunta. Optamos por la carretera, caminamos un buen tiempo en forma horizontal, cuando empezamos a bajar decidimos acortar el camino. Mirábamos si la carretera volteaba y bajábamos por entre ellas. Una espesa neblina nos acompañaba.

Nunca supimos cómo ni en qué momento nos perdimos. Lo cierto es que encontramos a lo lejos a dos señores, les preguntamos por el camino, nos envió a nuestra izquierda, ya que a la derecha la carretera iba a la quebrada. Tomamos un camino, que creíamos correcto, subíamos y bajábamos, derecha e izquierda, regresábamos un tramo. Y nada, no llegábamos.

Ya cansada, solo mi compañero avanzó. ¡Es por allí!, “¡No hay nada!”, dijo. ¿Cómo nada?, pregunté. Regresó y dijo: “un barranco”. Sus ojos y su expresión me hicieron saber que no había salida. No podía caer, “subamos”, dije firme. “No, bajemos”, insistió. Discutimos un rato, nos abrazamos, y empezamos a subir.

Ya se hacía de noche, y el pueblo no hallábamos. El cerro era engañoso. La neblina no se despejaba. Una planta de palta me devolvió el ánimo. “Tengo hambre”, susurré. Tiró su mochila, se inmiscuyó entre la hierba y extrajo maduros pero agrias paltas.

Al continuar, una chacra de manzanas me llamó la atención. “No”, dijo. “Solo una”, señalé y me apresuré a cogerlas, no me importaba si estaban verdes o envenenadas.

Grande fue mi sorpresa, que al ingresar a al fondo de la chacra una luz observé. Me pasmé, creyendo que era producto de mi imaginación y salté. “El pueblo”, grite despacio.

Caminamos un poco más, unas casas estaban cerca. Afloramos a un estadio húmedo, vimos dos casas con luces encendidas y puertas abiertas, llegamos al medio, salieron varios perros con ladridos, una señora y un joven, “¿Dónde estamos?”, preguntamos. “En la Florida”, respondieron. Larga era nuestra sonrisa y calmado nuestros corazones, gracias, decíamos. Pedimos comida: un rico café calientito, el chicharrón más rico del mundo, y la yapa, nos sirvieron, contamos nuestra historia, tomamos champagne, armamos nuestra carpa, dormimos tranquilos y  la madrugada siguiente regresamos a Huaral.

Abrazamos a los que nos esperaban… Pasamos el año... Gracias Dios Mío.


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